Maité
Piñero
Las
ramas salvajes de la ternura
A
la comandante Rebeca
Luis Antonio Chávez
porque
sabe de qué hablo en este esbozo… Escritor y periodista
Hay historias que
arrancan suspiros del alma, anécdotas cubiertas de vida que, narrándolas con
delicadeza, ponen la mente a volar, a recordar instantes donde nuestro heroísmo
ponía fin al inicio de una aventura.
En las narraciones
variopintas impresas en el libro Las ramas salvajes de la ternura, Maité Piñero
amalgama un engranaje de sentimientos que penden de la espoleta de una granada,
o la puntería del enemigo que buscaba apartarnos de su camino y con ello apagar
la única vela de la esperanza.
Antes de que el lector sepa
de las peripecias de nuestros compatriotas durante doce inviernos que legaron
luto y dolor al pueblo salvadoreño, traeré a colación los escritos de un libro
titulado El Salvador en los 80: Contrainsurgencia y revolución, de Mario Lungo
Uclés, en el cual el prologuista Rafael Menjívar Larín, hace una reseña de esos
aciagos 12 años que no quisiéramos volver a repetir.
Menjívar Larín acota:
“Escribir sobre la historia política reciente… es una tarea difícil para
cualquier investigador. Implica, en primer lugar, superar el vértigo que
produce la sucesión apresurada, anormal, de las acciones…”. Yo agregaría que
también lo es para quien desea escribir sus memorias de la guerra, pues no es
fácil despojarse de lo que nos mantuvo al filo de la navaja y salir campante
diciendo “yo nunca tuve miedo a la muerte”.
Hoy leeremos veintidós
anécdotas de combatientes que estuvieron en diferentes frentes de batalla:
Cerros de San Pedro, Chalatenango… embarcándose en un viaje –a pie, en guinda,
trepados sobre un árbol frondoso o un peñasco- atisbando desde el Cerro de la
mujer dormida (Guazapa) a cada uno de los compañeros (as) que se convirtieron
en aguerridos guerrilleros (as) dando lo mejor de sí para ver salir el sol más
allá de la montaña.
Una retrospectiva del
conflicto armado salvadoreño en el cual nos vimos envueltos los “jóvenes” de
entonces, las ilusiones, los retos, incertidumbres, sollozos, alegrías y
tristezas con que comenzó este proceso, empujándonos con sus aptitudes a
enrolarnos en una aventura tras habernos hartado de las múltiples violaciones a
los derechos humanos.
El cierre de espacios y
de oportunidades, de la difícil situación económica a la que nos llevaron los
dueños de los medios de producción, la precariedad en que vivía el campesino y
el obrero… fueron los detonantes para que se tomaran las armas dejando atrás
las comodidades de una cama confortable, conformándonos con las “champas hechas
de plástico” que, a menos de un metro del suelo, nos “cubría de estar a la
intemperie”.
Y es que en Las ramas
salvajes de la ternura se narra –con una pluma envidiable- las memorias de
miles de combatientes, compañeros de lucha que vivió nuestro país entre
1980-1992, en un escenario que nos legó la non grata cifra de más de 80 mil
muertos, centenares de desaparecidos cuyos familiares piden –a quien
corresponda- les aclare donde están sus restos.
“Sabemos que no van a
venir, Irma Daisy. Ya hace un mes que te capturaron, te llevaste tus secretos
de combatiente clandestina… ya ves, no nos hemos movido de aquí. Si por un
milagro te soltaran, nos hallarías en la casa. Probablemente no estarías de
acuerdo. Hubiera sido más prudente abandonar el lugar”… (Pág. 9) irrumpe Maité
Piñero en su libro, quizá para recordarnos las palabras que diría cualquiera a
quien le han desaparecido un familiar y todavía alberga la esperanza de
encontrarlo.
El dolor y la angustia
causados por la desaparición de un ser querido no se puede describir, como
tampoco se puede transcribir las sensaciones de impotencia al recordar los
métodos de tortura utilizados por el enemigo, por eso es que se llenaron las calles de puños, rostros y
conciencias por todos lados, pero también era el riesgo de dar la vida y
aparecer en cualquier vera del camino “como escarmiento para los piricuacos”
como decía el fundador de un partido cuya canción dice “El Salvador, será la
tumba…”.
Destacaré que el libro
que nos ocupa –no posee prólogo ilustrativo acerca de lo que tratará las narraciones
aquí impresas, pues no las necesita-, de Maité Piñero, trae historias entrelazadas
o separadas, cuyas anécdotas hacen vivir un estadio que, para quienes nos
movimos bajo esas arenas, o nos refrescamos en las tibias aguas del río Torola
-después de una piñateada- comprendemos que “Recordar es volver a vivir” –como
decía la poetisa cubana Dulcemaría Loynas.
“Fue despegando los
párpados muy lentamente. Estaba saliendo de un letargo, pero la bruma aún
nublaba sus ojos. La ropa se acartonaba (pegaba al cuerpo como otra piel) con
sangre y de vómitos. El olor a orina y a excremento asfixiaba… su cerebro era
un yunque sobre el que martillaban. La cabeza se le deformaba, plana y redonda
como una tortilla. Había perdido la noción del tiempo. Podían haber pasado
semanas, meses o años ¡Que diferencia había! Cada día se le borraban un poco
más los rasgos de sus seres queridos”. (Pág. 32)
Crónicas escritas con una prosa exquisita donde no cabe el símil ni la
metáfora, sino que es el reflejo vivo de un tiempo legado de dolor y sangre,
por ello es que Piñero, igual que García Márquez, nos introducen en sus
aventuras y desventuras.
El primero lleva con Miguel Littin clandestino en Chile, las vivencias del
cineasta y su involucramiento en los hechos acaecidos en ese país en los 70;
mientras la otra expone acontecimientos de los compas en las montañas, con la
esperanza de que al llegar a la ciudad las cosas cambiarán.
“Necesitaba una tumba para hacer su luto. Necesitaba el tiempo de un adiós.
Se resistía a borrar a… de su memoria. Rechazaba el olvido que hubiese
significado el triunfo de los asesinos… aquel día, aniversario de su captura,
se quedó hasta muy tarde en la sede de las madres de los desaparecidos… (Pág.
29)
Peripecias, argucia, creatividad, agresividad, coraje, arte militar… estos
adjetivos se quedan cortos para describir las historias de excombatientes,
luchadores por un ideal, seres rompiendo el cerco del enemigo para luego cantar
a todo pulmón: “Dale salvadoreño/ que no hay pájaro pequeño/ que después de
alzar el vuelo/ se detenga en su volar”, letra escrita por el suramericano Alí
Primera.
Quienes anduvimos en la jugada sabemos que en aquel entonces los caminos
eran fuego cruzado, la cárcel, el vejamen y la tortura escondidos en la
impunidad. Aquí se conocía el amor filial, el dar sin esperar nada a cambio…
para después ser combatientes fundidos en un abrazo eterno, llevando a cuestas
los dolores y sufrimientos de la injusticia.
Pero no todo fue color
de rosas como se cree, hubo que ingeniárselas con los compartimientos, a fin de
evitar que las provisiones cayeran en manos del enemigo…
…“¡no te imaginas hasta
qué punto estoy harto de enterrar a mi gente y cómo me apasiona verlos vivos!
Mi generación perdió la vida en estas colinas y en estos volcanes, y no es
fácil ser un sobreviviente. En cada vuelta del camino, sé que hay una tumba…
Diez años atrás cuando comenzamos reinaba un gran desorden… de aquellos
rebeldes únicamente quedamos unos pocos. Imagínate, no bien llegaste, ya te dieron
un arma. En tanto que nosotros, los precursores, sólo disponíamos de una
pistola o de un viejo fusil para tres”… (Pág. 122)
El combatiente guerrillero supo compenetrarse en el día a día, aprendió a
descifrar el código vital de una mirada del silencio prolongado, del aroma que
destilaba el abrazo de Judas en plena refriega, la sangre en fuga de una herida
tenaz… y como la esencia revolucionaria se nutre de las circunstancias, se
convirtieron en un atentado para el sistema represivo, pues aprendieron a otear
el peligro en los amaneceres.
“A las cuatro de la mañana Cinquera se iluminó bajo los fuegos
artificiales… parecía 31 de diciembre. Como si fuera fiesta la babosada. Los
diablitos peleaban hombro con hombro… Una mirada, un ademán les bastaba para comunicar
y coordinar sus movimientos… Al mediodía controlábamos las primeras dos
trincheras y el enemigo se refugiaba en el cuartel… Hubo una expresión de
júbilo, al fin habíamos triunfado. Heredamos un centenar de fusiles y buena
cantidad de municiones. La guerrilla acababa de saltar de la provincia de
Chalatenango a Guazapa a la de Cuscatlán… La capital estaba cerca…
Este volumen es un homenaje, con sus crónicas, a la Memoria Histórica, es
evocar a millares de combatientes entregados a una lucha, hombres, mujeres,
ancianos y niños que vivían 25 horas de entrega a una causa que legó lágrimas,
sangre… compañeros fusionándose con la naturaleza para ganarle la batalla a la
muerte, combatientes empuñando la esperanza para vilipendiar a la injusticia
que hablaba de amor llenando los cementerios.
Agradezco a mi hermano Nicolás por haberme confiado este libro. Felicito a
la compañera Maité Piñero porque a través de estas líneas inmortalizó a
compañeros como Roberto Arturo Leiva
Masin, María Chichilco, Lorena Peña, Felipe Peña, Jesús Rojas, Herber
Anaya Sanabria, Norma Guirola, Rutilio Grande, Alfonso Hernández (Chiquitón)…
entre otros.
Me despido de este comentario, dejando al público lector estas estrofas que
se hicieron himno en todo aquel guerrillero (a) que se curtió con la guerra,
pero que levantó el rostro con hidalguía ante tanta humillación…
-Creo en vos compañero
-Cristo humano. Cristo obrero.
Vencedor de la muerte
resucitás en cada brazo que se alza
para la liberación.
Porque vives en el campo
en la fábrica y en la escuela.
Creo en tu lucha sin tregua
Cristo en tu resurrección…
-o-o-o-
La tumba del guerrillero
¿Dónde, dónde, dónde está?
Su madre está preguntando
¿quién lo sabe? ¿Quién le
contestará?
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